Lo normal suele ser contar las historias por el principio; pero a veces el principio es un planteamiento que surge de una consecuencia que observamos ya sea de forma casual o programada.
Si en la entrada
anterior hacíamos referencia a una excursión con mi hija la bichóloga a la
laguna de Valdemanco para monitorear puestas de ranas (sapos en realidad),
parece bastante obvio que algo sucede previamente a dicha puesta. Es por esa
razón por la que hemos decidido concluir la historia empezada la semana
anterior con un principio adecuado.
Con la que está cayendo últimamente en la Comunidad de Madrid (y gran parte de la España peninsular), es de presumir que ranas, sapos, tritones y demás anfibios deben estar más que contentos porque es precisamente cuando llueve cuando estos animalillos se dedican a reproducirse, con nocturnidad, alevosía y abnegado interés y entrega a la causa.
Quizás la culpa de esta desmesurada afición de mi hija por las ranas la tenga un cuento que le regalamos cuando era pequeña.
Porque lo cierto es que no hay más que ver su cara cuando contempla a alguno de estos animalillos pensando, o soñando quizás, con príncipes convertidos en ranas por los hechizos de alguna maléfica bruja.
En este caso se trata de Epidalea calamita (sapo corredor) y, si os fijáis, además del largo cordón de huevos, el macho realiza un amplexo axilar; esto es, sujeta a la hembra fuertemente por debajo de sus extremidades anteriores.
En esta otra foto, lo que podéis apreciar es el amplexo inguinal (por encima de las extremidades posteriores) de Pelobates cultripes, el sapo de espuelas.
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