Aunque lo había leído en diferentes ocasiones, nunca lo había podido presenciar: el apareamiento de dos arañas. El comportamiento reproductor de los arácnidos es algo realmente llamativo. En el caso de las arañas, el macho, habitualmente más pequeño que la hembra, debe procurar distraer su atención para no convertirse en una presa de la misma, impregnar sus palpos con el esperma e introducirlo en el epiginio de la hembra. El epiginio se encuentra en la parte inferior y anterior del opistosoma o abdomen.
Este ejemplar hembra de araña lobo (fam. Lycosidae) fue colocado en un recipiente en compañía de un macho.
Pese a la agresividad de la hembra, y alimentando convenientemente a los dos, a los pocos días, el macho inició el cortejo: exhibición de sus palpos, bailoteo de sus patas delanteras e intento de tocamientos a las patas de la hembra, que no cesaba en su agresividad. De hecho, los intentos le costaron dos patas.
De repente, la hembra empezó a elaborar una especie de nido. Esa debió ser la señal para el macho. Digo debió porque no pude observarlo. Uno de los muchos problemas que significa tener que trabajar es el de tener que interrumpir una observación de lo que ocurre en la naturaleza.
La escena siguiente fue el macho abrazando con sus patas a la hembra inmovilizada por las mismas, procurando introducir sus palpos en el epiginio de ella y ya con su nido elaborado.
En un momento dado se separaron rápidamente y el macho huyó como despaborido. Supongo que, en plena naturaleza, el macho podría haberse salvado tras emprender su rápida huida y pese a carecer de dos de sus ocho patas.
Pero lo cierto es que acabó siendo devorado por la hembra que porta su nido de forma permanente y no lo abandonará hasta el nacimiento de su prole, siempre y cuando no surja ningún percance como le sucediera a nuestra madraza, que acabó siendo plumificada por mi mujer.
Continuará...
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