jueves, 17 de junio de 2021

¿Daños colaterales?

 Hace más de un año que no publicábamos nada en este blog por culpa del protagonista de la entrada anterior. Pero va siendo el momento de seguir publicando algunas de nuestras curiosas observaciones con respecto a ese fascinante mundo bichil que nos rodea. Debo admitir que el mundo avícola no me fascina especialmente; supongo que será porque me recuerda un poco al nuestro por aquello de nuestra curiosa propuesta de clasificación de los seres vivos y la famosa definición de Sócrates por la cual el ser humano es un bípedo implume; si bien, el ingenioso Diógenes de Sinope cuando se lo oyó contar al gran discípulo del anterior, Platón, desplumando un pollo y soltándolo en la Academia de Atenas, exclamó: "¡Te he traído un hombre!", por lo que hunbo que añadir a la definición anteriorla apreciación de "con uñas planas". 

Pero dejando a un lado nuestras reminiscencias taxonómicas, debo reconocer que los plumíferos, en concreto las palomas, no me entusiasman. Su desquiciante presencia en la Plaza de San Marcos de Venecia resulta absolutamente agobiante.


Pero no es de esas pesadas palomas de las que queremos hablar.

La reciente aparición de una pareja de palomas torcaces (Columba palumbus, Linneo 1758) arrullándose en el árbol frente a mi terraza, hacía presagiar una historia interesante.

El que empezaran a construir un nido, prometía aún más.

Y que, finalmente, durante una natural ausencia de la más que presumible futura mamá, aparecieran unos huevos, empezaba a dar a esta historia un futuro interesante.

Con abnegada paciencia y constante perseverancia, pudimos llegar a observar en algún momento que ambos progenitores se turnaban en el cuidado del nido. No sabemos si eso es lo habitual dado que sólo pudimos observarlo en una ocasión y la ausencia de dimorfismo sexual en esta especie es notoria.

Finalmente, alrededor de unos diecisiete días tras la constatación de la existencia de los huevos, aparecieron en la historia dos nuevos personajes: unos pichones más feos que, nunca mejor dicho, la madre que los parió.


Estos simpáticos y feúchos animalejos, inspiraban, pese a todo, un cierto candor que se fue perdiendo en la medida que se iban haciendo cada vez más demandantes del necesario sustento para ellos y agotador para la madre que tiene que generar en su buche una sustancia con la que alimentarlos y que se denomina leche de paloma. Ver "amamantar" a los ávidos polluelos continuamente los iba haciendo menos entrañables.

Y eso era tan sólo en su primera semana de existencia.

Pero, de repente, algo sucedió que alteró el curso de los acontecimientos. Un inesperado vendaval provocó una respuesta de la Naturaleza que supuso un prematuro y único vuelo de los ávidos polluelos al quebrar una de las ramas donde se sustentaba el nido. El desastre resultó evidente. Una llamada a los bomberos de un vecino hizo el resto; pero puedo asegurar que no fueron los bomberos los responsables del natural desastre que sobrevino. No podemos, por esta vez, culpar al ser humano de unos daños colaterales como consecuencia de su intervención.

Una curiosidad respecto a su nombre etimológico Columba palumbus: del latín, columba significa paloma y palumbus torcaz que viene a su vez del latín torques, collar. De este modo Linneo le dio el nombre en latín de paloma de collar. Sin embargo, el actual término en nuestro idioma de paloma procede de palumbus, lo que parece indicar que ya en tiempos de los romanos las torcaces eran más abundantes que las bravías (Columba livia) de las que proceden las palomas domésticas.

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